El día en que la desigualdad enterró a la Justicia: Acerca del perdonazo judicial a Iván Moreira

Jueves, 01 de febrero de 2018 a las 14:22
Por Rolando Jaime Malhue, estudiante sociología Universidad de Buenos Aires (UBA) "El derecho civil sirve para que los ricos roben a los pobres. El derecho penal impide que los pobres roben a los ricos” (aforismo francés). Matías Dewey, en su libro "El orden clandestino" (y citando al sociólogo italiano Diego Gambetta), extrapola una definición propia de la mafia para caracterizar al Estado, ambos poseen una característica particular; la venta (privada) de protección. Pero a diferencia de la organización mafiosa, donde la venta se efectúa a espaldas de la autoridad estatal, cuando es el mismo aparataje del Estado quien decide poner en venta esta particular “mercancía”, sucede entonces una "suspensión" del Estado de derecho vigente (se deja de aplicar la ley en un territorio determinado durante un cierto periodo de tiempo), generando como consecuencia final una progresiva destrucción de la legitimidad en las instituciones del Estado, debido a una alteración en la subjetividad de los individuos, los cuales, al no poder atenerse a una racionalidad dictaminada por el marco legal, generan mecanismos propios (ilegales) para buscar aquella protección que el Estado ha dejado de otorgar. Esto termina por debilitar los cimientos en los cuales se debería fundar cualquier sistema político democrático moderno. Si bien, la definición del “Estado mafioso” corresponde al análisis de un fenómeno social particular en el contexto periférico de las zonas del conurbano bonaerense, trata de manera directa un tema preocupante para nuestra realidad nacional; la corrupción y falta de justicia en nuestras instituciones. La gran diferencia entre el caso argentino y el que se vive en Chile actualmente, es que, mientras en el primero esta “mercancía” se compra (y si bien no cualquiera puede acceder a ella, existe un rango de compradores más heterogéneo), en nuestro país esto ya no es necesario; el aparataje del Estado propicia la venta legal e institucionalizada de este bien (debido a una precarización y debilidad histórica), disponible solo para ciertos “clientes VIP”. Si en Argentina se crean “zonas grises” dentro de su territorio donde la ley se vuelve permeable, en Chile (peor aún), la compra de protección ya no es necesaria, debido a la plasticidad interpretativa de la ley por parte del ministerio público, esto hace posible la impunidad para toda una clase (o más bien, una elite), por ello tenemos situaciones en las que, por ejemplo, el hijo de un político (proveniente de la elite) puede conducir en estado de ebriedad por una carretera, atropellar a un hombre, huir de la escena del crimen (negándose a hacer el alcotest) y aun así salir completamente impune de la situación (me refiero al tristemente célebre caso judicial de Martín Larraín, hijo de Carlos Larraín; ex presidente de RN e integrante de una clásica familia aristocrática chilena), o por citar solo el último caso del político UDI -Iván Moreira- quien solicitó financiamiento para su campaña de manera burda y por lo demás ilegal, a uno de los grupos económicos más cuestionados de Chile (hablo del grupo PENTA, involucrado en un bullado caso de fraude al fisco estimado en más de 20 mil millones de pesos) y que pudo salvarse de la pena efectiva incluso sin necesidad de recurrir aquellas artimañas poco sutiles, como los correos electrónicos descubiertos, en los cuales pedía “un raspado de olla” para llegar a cumplir su meta electoral. Cuestiones como éstas develan una gran crisis de las instituciones democráticas, socavadas por la desigualdad en la aplicación de la ley, esto decantará más temprano que tarde en la ilegitimidad o no reconocimiento del modelo de sociedad y sus instituciones por parte de la ciudadanía. Para Max Weber, el fundamento de aquella legitimidad es la creencia particular en que determinado tipo de mandato emitido por la voluntad de los dominantes será beneficioso también para los dominados. Así distingue luego los diferentes tipos de dominio político legítimo, según "tipos puros" construidos por él. En el dominio legal racional; propio de las sociedades modernas, la creencia de la legitimidad descansa en las ordenaciones estatuidas y los derechos de mando de los llamados por esas ordenaciones a ejercer la autoridad. Precisamente, la creencia en aquel mandato racional (por ende, no contradictorio en esencia) implica que, para nuestras sociedades democráticas modernas, se debe establecer como principio la igualdad (formal) ante la ley de todos los ciudadanos (principio de isonomía). El principio de igualdad, como cuestión básica del ordenamiento jurídico chileno ha sido puesto en entredicho, debido a la reciente renuncia de los fiscales Gajardo y Norambuena del Ministerio Público, luego que la Fiscalía Regional Metropolitana Oriente propusiera una salida alternativa de suspensión condicional al senador Iván Moreira, indagado por el caso Penta, debido a la facilitación de nueve boletas ideológicamente falsas (boleta emitida, la cual no tiene ningún respaldo en la venta de un bien o servicio) para el financiamiento –irregular- de su campaña política electoral. La renuncia de los fiscales es sinónimo de la renuncia del sistema jurídico chileno a procesar judicialmente a quien efectivamente cometió un delito (y quien además posee el agravante de ostentar un cargo público de representación política). Esta situación genera una brecha cada vez más grande entre la ciudadanía y las instituciones, provocando finalmente una corrosión del dominio legítimo por una percepción creciente de desigualdad en el trato ante la ley; costará mucho hacernos creer que “lo justo” es, por ejemplo, acatar una orden judicial o penal, si percibimos un festín en las elites amparada en un sistema que promueve diversos mecanismos de evasión en la justicia. Obviamente, la dominación de una sociedad podría suceder (en teoría) solo en base a la represión, pero tal gobierno ya no sería democrático ni sostenible en el tiempo (el concepto de “hegemonía” en la teoría de Gramsci, implica la utilización de coerción y consenso para el dominio efectivo de la sociedad civil). Lo interesante de observar es como los niveles de desigualdad tienen finalmente una repercusión política en nuestras sociedades democráticas, profundizando el proceso de crisis institucional que ya había comenzado hace algunos años (desde el 2011, con la emergencia de los movimientos sociales), y en el cual habían caído policías/militares, Iglesia, la clase política y empresas abusivas. Con el último dictamen del fiscal Guerra y la salida alternativa a Moreira (concretada por el pago de 35 millones de pesos), se está sumando a la lista una nueva institución; el poder judicial. En toda normativa, existe un cierto margen para la interpretación en la aplicación de una norma, reflejo de esto fueron los llamados “supremazos”; fallos reiterativos de la corte suprema de justicia en contra de las grandes empresas (y a favor de la ciudadanía) que sorprendieron a las elites durante el 2011. Lo que dictaminaba la ley no había cambiado en su forma, lo que cambió fue la manera en que los jueces interpretaron ésta (interpretación muy acorde con la coyuntura social de la época). Por el contrario, Guerra privilegió la abstracción de la letra (muerta) por sobre “el espíritu” de la ley; mantuvo el privilegio por sobre la reivindicación de justicia e igualdad, prefirió salvaguardar la forma sacrificando el fondo del asunto. A nivel político, esta es una señal de la arremetida de las elites, en su intento de restauración conservadora con respecto al clima político-social de impugnación anterior. La decadencia institucional dada por un funcionamiento que avala la impunidad de las elites es solo un momento más, enmarcado dentro de un proceso más amplio, el cual comenzó cuando las elites políticas se parapetaron en las instituciones, las únicas organizaciones de la sociedad que contaba aún con alguna clase de legitimidad. Como bien señala Mayol en “El derrumbe del modelo”, el origen del poder institucional en Chile surge más bien como contrapeso a un Estado democrático, debido al terror de la oligarquía chilena a “la tiranía de las masas”. Por ello, “la política como deliberación pública y representación, esto es, como encarnación de las relaciones de poder, fue sustituida por una naturalización de las instituciones a las que había que dejar que funcionasen”. Es así como las instituciones chilenas toman, como piedra angular de su poderío, el carisma místico-divino de las instituciones eclesiásticas. La socavación de esta legitimidad institucional está estrechamente relacionado con el fenómeno de malestar social propio de la modernidad, salvo que en este caso tal fenómeno se vería amplificado por la implementación de un modelo económico extremo, el cual se consagra en una “sociedad de mercado”. Es así como el lazo social fundado en el prestigio (fundamento del carisma institucional) es reemplazado por las lógicas económicas que priman todas nuestras relaciones. Este lazo económico termina por destruir otras formas de despliegue de recursos, impactando primero a nuestras relaciones más cercanas (la institución-prestigio que representaba un profesor, por ejemplo, debido a la importancia de su rol social como educador, es transformado gracias a lógica instrumental económica en una relación de proveedor-clientes; el profesor es visto como una especie de mercenario que provee el “bien de consumo” de la educación a sus alumnos). Esta crisis evidenciada en el tejido social micro de nuestras relaciones sociales cotidianas se expande para golpear a las elites políticas (crisis de representación) y a nuestras instituciones (crisis institucional). Y cuando el malestar se impuso sobre el carisma y la magia institucional, pudimos ver lo obvio, la construcción de una sociedad hecha a la medida del poder económico; la puerta giratoria se mueve dejando ver los continuos enroques desde el mundo empresarial hacia el gobierno de turno (y viceversa, desde el gobierno a los grandes directorios de empresas) y donde un representante/vocero de los intereses de estas elites puede cometer un delito y salir impune con relativa facilidad. Porque la desintegración del tejido social finalmente terminó por partir al país en dos  (es así como, por ejemplo, tenemos un sistema educativo para los ricos y otro para los pobres, un sistema judicial para los ricos y otro para los pobres), esta segregación generará necesariamente el debilitamiento de las instituciones democráticas. Es esta realidad de país bananero, desigual y exclusivo de una clase, la que nos golpea tan duramente hoy. La esperanza que queda, es esperar que el malestar social siga creciendo tanto como para motivar a la ciudadanía a una movilización intensa por una refundación de este modelo, desbaratando esta gran red de protección que salvaguarda los intereses de pequeñas, pero poderosas mafias de cuello blanco y sus intereses espurios. Solo así podemos evitar que una sociedad nucleada en la desigualdad, termine por fagocitar completamente ese principio que nos debe llevar a obrar y juzgar según la verdad, aquella esquiva “Justicia”. Porque cuando peligra esa clase de justicia en una sociedad, solo queda esperar por la injusticia más grande; que es la justicia del más fuerte/poderoso.
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