No hemos aprendido nada

Viernes, 15 de enero de 2021 a las 19:23

Maximiliano Yáñez Gutiérrez. Profesor, Universidad San Sebastián

Desde los inicios de la pandemia, la preocupación de las autoridades se ha centrado en mantener la salud de la ciudadanía, pues ¿cómo vamos a dejar que nuestros queridos compatriotas se enfermen? O más importante, ¿cómo vamos a dejarlos morir solos abrazados a un ventilador mecánico? Hay que actuar de inmediato. ¡Compremos más ventiladores mecánicos! ¡Vacunemos a toda la población! ¡Quedémonos en casa para que nuestros niños puedan volver lo antes posible al colegio! ¡Más comunas en cuarentena! ¡Más cordones sanitarios en Cachagua! ¡Más mascarillas! ¡Apaguen la música! ¡Adelantemos el toque de queda para evitar las fiestas clandestinas! Y falta poco para que griten: ¡prohibido respirar!

Más allá del triunfo, o rotundo fracaso, que han tenido las medidas adoptadas por el Estado, el Covid-19 no ha hecho más que mostrar la pobreza espiritual del siglo XXI. ¿Por qué nos desesperamos, angustiamos o enojamos cuando vemos las cifras de muertos cada día? ¿Por qué ver el 2020 como un mal año? ¿Acaso se debe a que asociamos la pandemia con la muerte, y el acto de morir aparece como el peor de los males?

Vivimos en la época de la aceleración. Queremos todo rápido, inmediato, fácil, placentero y eficiente. El resultado de esto es perverso, pues cuando nos damos cuenta que en la vida hay que esforzarse, que no todo es inmediato, y sobre todo que se requiere de la reflexión (lo que implica mucho tiempo “improductivo”), caemos en la angustia y frustración. El placer aparece como la meta de la vida humana, pues justamente se caracteriza por la inmediatez y el goce. Así, el mundo feliz del siglo XXI puede quedar sintetizado en el lema: sexo, drogas y rock & roll

No obstante, el problema es doble. Por un lado, rechazamos el enfrentamiento con la muerte por ser justamente el término del goce corporal. Por otro lado, no reflexionamos sobre el sentido de la vida, pues dicha pregunta adquiere su valor justamente al darnos cuenta que la propia muerte llegará en cualquier momento. De este modo, aprender a morir se vuelve más relevante que cualquier medida de salud pública, pues aprender a morir es darle sentido a la existencia misma. El problema del hombre contemporáneo es que no se ha dado el tiempo para apropiarse de su propia muerte. Ese acto tan propio nos permite enfrentarnos a la totalidad de la propia vida, cuestionando su sentido. Por esto, la muerte es mucho más que un simple cesar de las funciones vitales, pues nos invita a encontrar lo específicamente humano más allá de su finitud, a saber, en lo universal y necesario. 

Ahora bien, obviamente esto en ningún caso significa que no debemos cuidarnos, ni usar mascarilla o alcohol gel. Tampoco significa reducir todo al absurdo, es decir, pensar que de todas formas vamos a morir entonces no importa mucho lo que hagamos. Al contrario, es importante la salud en la vida humana. El problema es cuando llegamos a la encrucijada, y tenemos que elegir entre una vida vivida o una vida saludable. De nada sirve tener salud si no he podido vivir esa vida. El gran desafío del siglo XXI no es encontrar las mejores medicinas, sino reflexionar sobre el verdadero sentido de lo humano. Lamentablemente, aún no hemos aprendido nada de la pandemia. El Covid-19 deja el desafío de poder revalorar nuestra vida, más allá del frenético ritmo contemporáneo.

Reducir la aceleración del siglo XXI quizás ha sido el mejor regalo de la pandemia. La agobiante rutina nos está matando. Necesitamos volver a darle sentido a la temporalidad, y así recobrar la existencia auténtica. De lo contrario, si no comprendemos el significado de la muerte, toda vida carecerá de sentido. 

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