Por DR. Avelino Jiménez Domínguez. Psiquiatra Me asusta descubrir de pronto un espacio mayor de conciencia, la aparición de una súbita iluminación de la realidad en aspectos que no había tenido muy en cuenta antes, descubrir que la visión habitual de las cosas no es más que un simple modo de organizar nuestra vida personal y que no refleja el total de la realidad, o la refleja solo rudimentariamente, con negligencia, con desinterés, parcialmente. Me sobresalta esta conciencia súbita, su viento de develación arremete sugiriendo, o haciendo evidente la posibilidad de tener que corregirse personalmente, de darse cuenta que la realidad, esa realidad en que escondemos la vulnerabilidad, es distinta a lo que creíamos, y que quizás nos obligue a decidir si cambiar. Tener que enfrentarse con la incertidumbre me enerva. Aunque pueda ser para mejor. Temo que esta mayor lucidez pueda traer responsabilidades mayores, pertenencia a otros niveles en los que el mundo propio se amplíe, se complejice, se desarme y pueda llegar a saltar de entre las manos convertido en un caos. Me defiendo conservando mi propio orden, no quiero esclavizarme, quedar atrapado o ser aplastado. Podría entrar en un nuevo sentido, (en un camino), en el que la verdad, mi verdad actual, ya no me haga libre y podría perder mi pequeño mundo. Pequeño mundo personal que puede tomarse a su vez por infinito, aunque sea un infinito a su manera. Aunque es finito porque se conoce perfectamente, pero en cada instante pasa algo que aunque sea lo mismo es nuevo, es una otra vez. Pequeño mundo seguro porque lo controlo todo fácilmente, en corto tiempo, y así tengo la impresión de que el resto de la vida es para mí, para hacer lo que quiera en ella. En toda ella. Esto les pasa a todos, por eso puede ser importante decirlo. Es como si creyera o sintiera que es un riesgo estar ocupado en compromisos, así dicho en genérico: ”compromisos”, porque puedo perder algo bueno de la vida, de la felicidad, o de no sé qué valioso. Así el pequeño mundo, mí pequeño mundo o el de cualquiera, no se ve como una cárcel, así el pequeño mundo es un pasaje, un pase mágico de independencia para lo que pudiera ocurrir; una ilusión, una esperanza que mantiene una luz encendida a la parquedad, a una existencia que languidece o es de inquietante aburrimiento. El pequeño mundo personal también salva de tener que pensar en qué es lo que se espera, o en lo que se debería esperar como “bueno”. Hace que uno se sienta cómodo esperando “lo que se te presente de bueno”, en una tácita filosofía candorosa. Es una especie de espejismo para la aparente flojera de buscarse a uno mismo. A veces la flojera y el miedo se parecen. Se parecen tanto que estando ante ellos suele no saberse cual es cual. ¿Aislarse en el pequeño mundo personal es una forma de temor, una forma de flojera? Voy atravesando una calle del centro por la línea cebra, como otro sujeto anónimo entre la multitud, y solo tengo que ir a pagar la luz, luego quizás, volver a la oficina, a lo de todos los días, salir a almorzar, fumarme un cigarro, en el mismo lugar, y más o menos con la misma gente; y no quiero saber mucho de otra cosa. No tengo mil actividades comprometidas para el día en un sándwich de varios pisos, ni una secretaria a la que vuelvo loca tratando de organizar mi ambición sin remedio. No tengo poder ¿y qué? ¡Tengo tranquilidad! ¿Y no es la paz una forma de poder? Me acuerdo una vez que estábamos haciendo el amor con una novia y ella comentó con extrañeza: “me parece raro esto”. Ahora de pronto se me ilumina la conciencia en otro aspecto de la realidad, visto quizás también en ese momento cuando ocurrió, y que no había tomado en cuenta. Yo tenía un comportamiento sexual de actor porno y ella a lo mejor quería más abrazos, besos, sentimientos sexuales de otra índole, quizás quería verse en mis ojos acogida por expresiones mullidas dulces y profundas. Ella estaba cercana a la palabra “amor" de la frase hacer el amor, y yo cercano al verbo “hacer” de la misma frase. “Amor” es una cualidad, un sentimiento, “hacer” es una acción y efecto, como lo repite el diccionario cuando se refiere a cada uno de los verbos. Los dos estábamos viviendo esa relación amorosa desde nuestros pequeños mundos personales, no solo yo por su puesto. Ella en su amor femenino, con su pornografía del poseer y fusionarse típicamente femenina, que termina en la mártir poderosa y dominante cuando se descompone, y que tan ciego es para ver su enorme narcisismo. Yo en el amor masculino, del eyaculador que va sembrando y mirando el paisaje, con responsabilidad pero sin apego, con desinterés en las cadenas de seda, y un aburrimiento por la rutina del nido, cuando lo realmente importante, atractivo y legendario pasa en el mundo, en las estrellas, en la política, en el fútbol, allá afuera. ¿Acaso entrar al mundo del “amor” de ella, en este ejemplo anterior, es salir del pequeño mundo de él y ampliarse a un nivel superior, con mayores y tediosas experiencias? Efectivamente es posible. Como también entrar al mundo del “hacer” de él debería ser para ella, entrar a formar parte de un nivel superior con mayores y desabridas experiencias. El amor sentimental, es asociado con el temor masculino al encierro de la fidelidad, y el diluirse en el mundo distante del puro hacer es asociado al temor femenino del ser abandonada. Los hombres sufren pesadillas terribles en las que por fidelidad a una mujer se pierden a todas las demás. Las mujeres tienen terribles pesadillas en las que son abandonadas, descubren que el ramo de flores no es más que un pene disfrazado. A ella, salir de su pequeño mundo y abrirse al mundo masculino de él podría llevarla a amar el fútbol, y a él, salir de su pequeño mundo y abrirse al mundo femenino podría llevarlo a encontrar felicidad en estar en la casa y sentarse con los amigos a hablar de los niños. El abrazo de él y ella los une en un todo placentero muchas veces con un deliciosos centro de angustia y hastío. Empaquetados ambos cuerpos, entrelazados con alambres de púa y algodón. En ese “hacer el amor”, fruto del trabajo de la conciencia por “el deber ser”, ese de los amantes con overol, de los burócratas morales formando pareja, de los amantes que tratan de imitar el catálogo trasnochado de los padres, de los profesores, de la iglesia o del estado y no el amor tal cual es: la simple energía vital creadora del mundo, libre de intereses personales y de yoes; del amor capaz de compartir la vida y la muerte, del encontrarse y desaparecer, coronado por la gloria y el desastre. La conciencia de hacer el amor propone a la naturaleza silvestre de los amantes llegar a un acuerdo, la creencia de una armonía, de un encuentro respetuoso, duradero. Si racionalizamos las cosas diríamos que salir del pequeño mundo para entrar en un nivel superior, produce temor o rechazo porque encarece el bienestar, la felicidad. Estos sentimientos de rechazo a entramparse, a nuevas responsabilidades, son resistidos porque amenazan con pertenencia, dependencia y menos libertad en este nuevo nivel de participación y de conciencia. Podríamos incluso pensar, por otro lado y alivianando lo anterior, que por el solo entrar a un nivel más amplio de la realidad, se adquiere la energía necesaria y las cualidades necesarias para manejarse en ella. Como el dicho: los niños traen una marraqueta debajo del brazo, que significa que todo lo que un niño va a demandar viene asociado a un dinamismo que él provoca, que enciende en quienes lo rodean. En este sentido siendo rigurosos el niño no viene a pedir ni viene a dar, viene a generar, si ese niño va a dar mucho trabajo ese trabajo se va a sacar de los sentimientos que él mismo provoca, esa es la marraqueta que traen debajo del brazo. La idea de este dicho es un buen antídoto contra ese temor, que tiene sus profundas raíces en el “no yo”, en el otro, en lo otro. Ese “Otro”, especie de cuco existencial, icono de cualquier cosa peligrosa, y que las religiones, ideogramas espirituales, y propósitos humanistas, de integración, presentan correctamente como prójimo, es decir el que está próximo a nosostros.