Por Luis Felipe Silva Schurmann. Fundación Efecto Mariposa Somos violencia. Violento es nuestra venida al mundo. Somos sacados de nuestra cálida guarida maternal por las manos de un gigante de bata blanca que cercena nuestras vías de alimentación y nos presenta a un mundo frío y peligroso, del que no tenemos defensa alguna salvo la paz de nuestra madre. Somos paz. Somos agresión. Agresivo es el primer día de clases. Somos extirpados de nuestras camas y separados de nuestras paredes llenas de ídolos y sueños, para ser lanzados a nuestra primera selva. Llena de desconocidos, miedos y humillaciones. La soledad nos rompería el alma de no ser por esa pequeña personita que vive las mismas vicisitudes que uno y se acerca con una sonrisa a compartirte una galleta. Es el primer amigo. Somos protección. La belleza de la libertad no se consiguió sin el horror de la violencia. No podemos entender el sentirnos protegidos sino es por la existencia de la amenaza. Entonces, ¿estamos condenados a una vida de luchas entre agresividad y escapes a ésta? Pues sí. Tanto como apreciamos el día, tenemos que entender que la noche es necesaria. Pero no por eso debemos dormir a la intemperie. Los humanos nos hemos hecho cargo de la necesidad de la noche, pero la contenemos -a pesar del pánico que por milenios le tuvimos-. Creamos luces eléctricas, amenizamos el silencio con música y celebraciones; hemos convertido a la noche en el espacio de los románticos. Aprendimos a dominar lo nocturno. Así mismo debemos aprender a vivir con la noche de la violencia para disfrutar el día de la paz. Humillar a nuestros enemigos es dormir a la intemperie, en el frío de la oscuridad. Golpear a la gente que amamos es salir a caminar por un bosque en una noche sin luna. Planear estrategias de venganza es salir a pescar sin brújula luego de la puesta del sol. Aprendamos a dejar de temerle a la violencia y comencemos a dominarla. Que el deporte sea la mejor simulación al combate. Que el debate sea la mejor versión de la discusión. Que el acuerdo sea la suplantación natural de la venganza. Deporte, debate y acuerdo -triada que propongo como remedio a lo más horrible de la violencia- emanan a través de la educación de dos de las instituciones sagradas: La familia (de los fieles religiosos) y el Estado (de los feligreses ateos) Ojalá algún día, civiles e instituciones, logremos hacer con la violencia lo que logramos hacer con la noche: despojarla del peligro y aprovecharnos de su esencia, de su impulso.
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