Por Sebastián Bastias Arias. Licenciado en Historia. Magister en Cs Políticas. Doctor en Filosofía Política
Entre noviembre y diciembre pasado escribí dos artículos que, teniendo como eje principal aquello que hemos llamado “explosión social”, planteaba la tesis en ese entonces que aquella explosión se debía a dos factores principales; una incapacidad de la clase política de ser la representación de la sociedad, pero que a la vez, esta falta de representación no se debía a una falta de “posición ideológica” de la ciudadanía sino un conflicto moral con la clase política. En síntesis; que no es posible sentirse identificado con político o partido alguno ahí donde mis cuestionamientos no son teóricos, sino morales. El “dejar hacer” como fundamento económico dio paso a que éste fuera también el slogan de la política chilena; “dejemos que las instituciones funcionen”, mientras el nexo o dependencia entre el poder económico y el poder político se volvía más fácil de observar e incluso demostrar – financiamiento, intereses, acciones, clases de ética o el constante “paseo” entre directorios de instituciones privadas y públicas sin problema alguno-. El distanciamiento moral entre la sociedad y la clase política –empresarial se volvía cada vez más evidente, y así es imposible apelar a ninguna comunidad política posible; la participación política en picada y la falta de legitimidad de las instituciones también lo evidenciaban, pero “nadie lo vio venir”.
“La Política”, esa con mayúscula, que se relaciona con el mundo de la público y con los intereses ciudadanos había sido subsumida por el interés económico privado hace tiempo, el conflicto moral entre los intereses privados y la responsabilidad pública de nuestras autoridades había normalizado cualquier tipo de cuestionamiento objetivo sobre la conducta de quienes tienen, supuestamente, una “vocación por lo público”. Ahí donde a fin de cuentas nadie es responsable de sus actos creamos un mundo de irresponsables, sin moral, y si el mundo político es quien está eximido de responsabilidad entonces creamos la inmoralidad política normalizada.
Hasta ahí había llegado, grosso modo, esa suerte de análisis que estaba realizando; un conflicto o estallido social producto de la incapacidad de la clase política de hacer política -condición propia y necesaria de velar por la comunidad- al haber vuelto “el interés público en interés privado”, y a la par; una justicia diferenciada con la moral general de la ciudadanía. Hay que dejar que las instituciones funcionen, decían. Si tuviésemos que definir en un concepto qué tipo de problema político teníamos, o reflejaba el estallido social, era que nos encontrábamos ante un “conflicto político moral”. Si antes el llamado era a “realizar cambios profundos” hoy ante la contingencia de una pandemia mundial, nos enfrentamos a observar aterrorizados como no sólo esos cambios no se producen, “no quieren ceder en nada”, sino que estamos viendo al mismo deslegitimado sistema actuar en momentos cruciales con una coherencia de inmoralidad política que, en situaciones extremas como las que hoy enfrentamos, han dejado al descubierto su inmoralidad extrema. Como señalaba Arendt con respecto “al mal”; carece de profundidad porque en su interior no hay “nada”, no hay moralidad, no hay ética alguna, no hay verdad, no hay absolutamente nada… carece de todo “lo humano”, hace desaparecer la humanidad de la vida misma para convertirla en un objeto, una cosa, algo que no puede morir porque ya, en sí, no tiene vida alguna, porque de antemano se le ha despojado de esa condición humana para ser sólo una cifra, condición o necesidad.
Autoridades cuya responsabilidad sobre el impacto de sus actos es ninguna no pueden más que generar actos irresponsables una y otra vez porque “es posible”, en otras palabras los actos de inmoralidad política “son posibles” porque son permitidos y normalizados. El peor de los escenarios posibles con una pandemia ad portas; un gobierno que, objetivamente, no ha garantizado derechos humanos mínimos desde el 18 de octubre pasado, como dicen cuatro informes internacionales, está analizando el escenario actual, con riesgo de vidas humanas, bajo el prisma que lo primero que debe resguardar el Estado es, ya no la vida, sino el modelo económico. Aquí estamos frente a un problema donde ya no es una discusión de tipo política, sino moral. Estamos reduciendo potenciales vidas a ser la garantía de un sistema, la vida deja de ser un fin en sí misma.
La condición humana se vuelve deshumanizada al ser la vida sólo un número y, por ende, aparece frente a nosotros la pesadilla más habitual de los autores de la primera mitad del Siglo XX; el peligro que un sistema totalitario destruya todo concepto público de la política para reemplazarlo por un sistema de creencias ciegas de tipo económico donde, el hombre pierde su condición de tal, y su vida es reducida a ser un número de una “verdad”, un “sacrificio necesario”,1984 de Orwell es ejemplo de ello, así como las críticas de Weber, o los cuestionamientos de Nietzsche, o los mismo estudios de Tönnies donde reducir a la comunidad a ser una mera sociedad de individuos destruía todo lazo político y moral, para qué hablar de las críticas de los mismos liberales – como Rawls- donde advertían el peligro de reducir al ser humano a un número en competencia.
La frase “necesidades de la empresa” ahora llevada a nivel macro donde, un Estado manejado como empresa, lleva la misma frase a nivel de necesidad de la decisión política; que algunos chilenos mueran en pos de que el sistema viva. ¿Cuál sistema? El mismo que está siendo cuestionado por inmoral, y cuyos intolerables actos hicieron estallar a la ciudadanía el 18 de octubre pasado. Estamos enfrentados ante un gobierno que representa la inmoralidad materializada, y que no quiere ceder en nada, tampoco ahora, “menos ahora” parecieran decir. Ahora tenemos la certeza que no solo son capaces de violar derechos humanos y mentir de manera descarada en medios de comunicación en pos de mantener el status quo, ahora lamentablemente nos estamos cerciorando que pueden llegar al extremo de poner vidas en peligro, porque objetivamente se encuentran en peligro, en pos de no tomar las medidas que han sido tomadas con éxito en otros países.
Podrían afectar la economía, dicen, mientras dejan al trabajador en la más absoluta precariedad económica o con la obligación de ir a trabajar –exponiéndose- demostrando lo que es, sencillamente, un nivel de negligencia estatal absoluta o una inmoralidad que ya no conoce ningún umbral. Dicen no ser ideológicos mientras son capaces de llevar al extremo de exponer vidas humanas con tal de no tranzar esa verdad revelada que portan en sus teorías económicas. La vida, sólo un medio. Y bien sabemos desde las enseñanzas de Kant que si el otro no es un fin en sí mismo, solo es un medio, entonces lo convertimos en “una cosa”, como un número o una estadística, posible de corregir en pos de algo que, necesariamente, es superior a la vida misma. La economía sobre la vida, como prioridad del Estado, la pesadilla de Kant y de todo derecho humano; la vida reducida a un objeto.