Covid-19 y la función tecno-religiosa en tiempos de incertidumbre

Jueves, 02 de abril de 2020 a las 16:13

Por Juan Erick Carrera. Antropólogo

En estos tiempos de incertidumbre, existe algo así como una reminiscencia por lo sagrado, por lo extramundano, o por la retórica de la salvación, donde se refugian los miedos que las personas tienen a lo desconocido, a la muerte, al caos, y se constituye poco a poco una suerte de comunidad tecno-religiosa donde se comulga esta nueva expresión de la creencia. Una que, por un lado, ofrece tranquilidad, esperanza y resignación, y, por otro, culpa a lo humano por un problema que desde ahí mismo se entiende como divino, entonces; ¿cuál es el plan de Dios?

Debo advertir de entrada al lector y la lectora que en ningún caso se pretende acá adjudicar un problema humano a dimensiones sobrenaturales de la vida social, sino que advertir reflexivamente sobre la función de la creencia, en tanto que necesidad humana, respecto de la realidad que hoy afecta al mundo desde un hecho puramente sociocultural, folclórico, como es la aparición del coronavirus (o al menos hasta ahora entendido así). Y, pues, tal como se expresa la emergencia sanitaria desde un conjunto de prácticas, tradiciones y hábitos socioculturales, serán la ciencia y la tecnología (por cierto, humanas) capaces de revertir esta situación, o, al menos, esperamos que así sea, ya que la política (también humana) al parecer no tiene los conocimientos -ni las intenciones- de re-organizar a la sociedad en función del bienestar, en tanto esto implique un problema económico-estructural. 

Más allá de eso, no podemos simplemente desdeñar la importancia de la función hoy tecnorreligiosa, puesto que asume la inminente conglomeración de creyentes bajo una relativamente nueva modalidad de relacionarse socialmente; la virtualidad. Bien y mal, ciencia o religión, entre otras dicotomías, florecen en esa constante dialéctica que lo público ofrece a través del mundo de las interacciones socio-virtuales, y que, sea cual fuere el fundamento, coexisten bajo la natural fricción que la heterogeneidad del mundo contemporáneo expresa, donde se conjugan valores, políticas y habitus, en un bricolaje de sentidos compartidos y visiones intuitivas y racionales del mundo.

Hoy, se puede decir, la espiritualidad es parte de un fruto socio-tecnológico que satisface la imaginación humana.

Refugiarse en Dios, en esa abstracción moral y valórica que organiza sentidos de existencia, es muy común en tiempos de crisis, donde no existe una certeza desde lo humano -o el conocimiento científico- para revertir una situación que se ha dibujado como catastrófica en el mapa social global, casi apocalíptica, y en cierto modo lo es para algunos; para aquellos que deben seguir indicaciones de seres que ni siquiera conocen a quienes dirigen, y con seres no me refiero a divinidades o entidades supernaturales antropomórficas, sino a seres terrenales que carecen de empatía y cualquier sentido de lo humano y velan por sus propios intereses, afectando directamente a quienes no cuentan con trabajos privilegiados, recursos o posibilidades de detenerse laboralmente, viviendo en la precariedad y la incertidumbre del día a día y recibiendo instrucciones (imperativas) de aquellos seres terrenales que suelen implicar a Dios en sus decisiones, que dirigen con una copa de vino en la mano y se encierran en su mediagua de cinco mil metros cuadrados con vista al club de golf. Pero, en fin, esto no es nuevo y aun así la sociedad (al menos la chilena) ha optado por un sistema que no le corresponde en ningún sentido. Algo que hoy por hoy no puede explicarse con la sencillez de una idea a priori.

Hoy podemos ver en las redes sociales (no nos queda de otra…) como ha emergido una suerte de espiritualismo colectivo que asume el coronavirus como obra de Dios, porque desde aquí todo lo referente a lo humano debe serlo, y por lo tanto la enorme cantidad de muertes serán parte de esa -su- irrefutable determinación. Se dice; Dios sabrá por qué hace las cosas. Las causas de esto; indescifrables, puesto que la situación sólo constituye parte de esa eterna epifanía del misterio divino, aunque muchos, esos más apasionados por la fe, han intentado otorgar una respuesta política que en realidad ni siquiera vale la pena analizar, pues, carece de cualquier sentido, incluso intuitivo (a propósito de algunos memes que hoy circulan en la red). Esto es absolutamente comprensible desde esa natural creencia que guía la vida enculturada de las personas, y, por lo tanto, cualquier etapa de este proceso es posible gracias al factor divino; como los resultados científicos que avanzan en una solución, la percepción de superhumanidad del personal médico que trata de frenar la propagación del virus desde los limitados recursos que tienen, o la industria de la tecnología que día a día intenta aportar con insumos y maquinaria para hacer frente a este inmenso problema de salud pública. Es entendible, por todo aquello, que la sociedad tienda a refugiarse en un constructo semántico de salvación.

Por otro lado, muchos individuos apasionados por lo místico se juntan a pesar de las instrucciones que sugieren evitar aglomeraciones (por cierto, propagando este virulento mal), otros vuelan en helicópteros bendiciendo las ciudades, y otros simplemente realizan la labor de misioneros desde sus aparatos móviles. La cosa es que existe algo así como una reminiscencia por lo sagrado, lo mitológico, donde se refugian los miedos que las personas tienen a lo desconocido, a la muerte, y se constituye poco a poco una especie de comunidad religiosa-virtual donde se aglomera esta nueva expresión de la creencia, una que, por un lado, ofrece tranquilidad y resignación desde la “palabra” y, por otra, culpa a lo humano por un problema que desde ahí mismo se entiende como extramundano. ¿Es posible esa coexistencia de sentidos? 

La modernidad contemporánea se ha caracterizado por una creciente secularización que se ha sustentado a través, o a consecuencia, del efervescente avance científico; las nuevas contrastaciones teóricas, hoy fuertes en el mundo de la astrofísica, la inteligencia artificial, las políticas de interculturalidad y discriminación globales, etc., en realidad es el auge de un conocimiento post-mitológico (y post-dogmático) que ha venido sembrándose desde tiempos cartesianos, pero la cuestión de la fe, la religiosidad, en ningún caso ha desaparecido, hoy emerge con fuerza en un mundo que al parecer no puede refugiarse en el conocimiento-racional. Pero, ¿Cuál es la relación entre una expresión individual de fe, es decir; el “acto de creer”, y la necesidad de expresarlo socialmente, vale decir; “la religiosidad”? Pues, la pregunta conlleva la respuesta, dado que la creencia es propia y necesaria en las personas, es una pulsión modelada culturalmente, y la religiosidad es propia de las comunidades de sentido, y eso, por lo tanto, constituye su tan inexorable unión y su inevitable expresión pública, en cualquier modalidad y en cualquier contexto.

¿Crisis humana y Fe transhumanista?

¿Es el avance del Covid-19 el inicio de una perspectiva transhumanista de Dios?, puede ser… pues, desde que los creyentes se han dado cuenta que se puede utilizar la tecnología para sobrellevar y reducir el dolor humano y espiritual es completamente “lógico” (en sentido estricto) el surgimiento de nuevos sistemas de relaciones sociorreligiosas que implican no sólo una comunicación fluida entre la propia comunidad religiosa, sino que se propone construir una nueva narrativa de evangelización a través del discurso y las tecnologías de la información, que, no olvidemos, también son tecnologías de poder…

Si bien el asunto de las tecnorreligiones no es algo nuevo, o emergente debido a la crisis, hoy se potencia debido a la necesidad humana de interactuar religiosamente, de buscar respuestas a lo incierto, de nutrir la conciencia de respuestas sobrehumanas que han de regular la conducta en virtud, idealmente, de valores fraternales y comunitarios (aunque siempre hay excepciones que se bosquejan por el fanatismo o la exacerbación de valores exegéticamente errados, generalmente con intención política, pero ese tema no interesa acá, sino que nos centramos en esa emergencia tecno-religiosa debido a la necesidad de interactuar virtualmente. Al menos en Chile, no se ha llegado al punto de construir discursos tecno-religiosos que involucren ampliar el espectro de la divinidad, como el caso de la Iglesia de Turing, que asume la necesidad de salvación de, inclusive, formas robóticas y no humanas de vida. Pero ese es otro contexto. Por ahora, nos inquieta de sobremanera entender esta propagación de religiosidad, más bien tradicional, que expresa la inmensa sociedad virtual en la cual nos encontramos hoy, por cierto, interactuando más que de costumbre. Todo esto pone a prueba esa perspectiva sociológico-tecnológica que cree en el principio nietzscheano sobre la muerte de Dios asumiendo que la era socio-digital requiere nuevas divinidades, quizá logarítmicas, y, por supuesto, podría haber sido un absoluto hasta ahora, donde la fuerza religiosa tradicional, cristiana, se niega a perecer y se acomoda a las tecnologías de interacción humana que por necesidad están determinados a utilizar.

El punto es que estamos visualizando una nueva fuerza moral que emerge desde las cenizas, o quizás de interfaces, para hacer frente no sólo a una crisis que aún carece de explicación humana, sino que para elaborar un nuevo tratado de evangelización a través de las nuevas formas de interacción social, y tiene todo el sentido del mundo, puesto que estas nuevas formas de socializar no sólo son elementos exoculturales, sino que constituyen un cimiento fundamental en la construcción identitaria de las nuevas generaciones.

Claramente, este tema puede ser un interesante foco de análisis de esas ciencias sociales y filosofías que se interesan por las interacciones socio-virtuales, la conducta, los discursos, nuevas ritualidades o tecnologías de poder, entre otros, puesto que cualquier giro social siempre nos sorprenderá con esa versatilidad en que se re-modelan los engranes que configuran esta sociedad en perpetuo cambio. El Covid-19 no sólo ha puesto a la sociedad en un punto crítico, en términos de salud pública, sino que ha obligado a reconfigurar las formas de interacción, de relacionarse socialmente, de informarse, de ver el mundo, y, con todo eso, ha posibilitado nuevas formas de “creer”, construyendo una nueva plataforma de relaciones antitéticas, pero también nuevas posibilidades para construir sociedad, de hacer mundo.

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