Investigador CIGIDEN, Sociólogo. Francisco Molina
Estamos ante un escenario incierto, doloroso y tremendamente vulnerable. Subsumidos en una pandemia mundial, la necesidad de duelo es la principal escenografía que nos interpela hoy. La vida, como la conocimos, nunca más volverá a ser la misma, especialmente para aquellas personas que han perdido a familiares y amistades por el Covid-19, que forman parte de comunidades desmembradas por una economía precaria y desigual, y que hoy lidian con un calvario mental –y seguramente privado– al respecto.
El duelo nos llama así a enfrentarnos con la pérdida. Entendida como un corte transversal (y en muchos casos dramático) en el devenir de las personas, surge como recordatorio de un momento pasado que deja de ser, que pierde su condición y que a su vez, condiciona un estado futuro. Un debate pendular entre la vida y la muerte, donde la segunda condiciona el devenir de la primera.
En un momento como éste, el miedo encuentra asidero y despliegue en la pérdida. El miedo a morir es una variable constante, preponderante y brutal. Nadie puede arrogarse el no haberlo sentido nunca. Si bien es algo (muchas veces) tácito, está presente en todo momento. El miedo es el alfil de la muerte y utiliza sus diagonales espantando a sus más perentorios adversarios.
Con todo, el miedo es una condición de base que se extralimita en un escenario de duelo. Es una preexistencia que la humanidad está forzada a asumir a toda escala, transformándola en un catalizador de cambios. Ahí está el principal desafío. Ser capaz de darle un sentido a esa pérdida, aún cuando se esté sumergido en la más profunda tristeza.
Hoy, más que nunca, la humanidad irrumpe frente a este miedo con todas sus energías. Se rebela a vivir una vida rodeada por muerte. Apela a creencias, emociones y argumentos para darle un sentido que sea capaz de suspender ese miedo, aunque sea parcial y temporalmente.
Pero el miedo no anda solo. O mejor dicho, no es fácilmente identificable. Algunas veces, se disfraza de vergüenza, otras de pedantería y otras, paradojalmente, utiliza a la seguridad como su propio catalizador, ampliando su alcance mientras compila adherentes en torno a garantías vacías.
Así, este simulacro de seguridad se constituye en un oprobio y una ofensa en este escenario de duelo. Una falacia de que todo va a estar bien, aún cuando se sabe lo contrario. Pero hoy y, quizás siempre, al miedo no se le vence copándolo, sino conociéndolo. No se le vence ahuyentándolo, sino abrazándolo cada vez más de cerca.
Es ahí donde nace (otra vez) la esperanza. Atributo sencillo pero lleno de una honestidad deslumbrante. Aquel que combina vulnerabilidad y valentía. Como ese árbol que aún no sabiendo cuánto crecerá, se empecina a diario en buscar ese rayo de sol que dignifica y da sentido a su vida.